Dice un conocido dicho popular chino que “el leve aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del planeta”
Debemos estar preparados para el efecto que el azar tiene sobre nuestras vidas y yo no lo estaba.
A finales de abril la Fundación de Enfermería de Navarra me propuso viajar hasta la frontera de Ucrania con Polonia para realizar el traslado de unos heridos de guerra desde Ucrania hasta Navarra. En aquel momento me pareció una tarea sencilla; lo que no me imaginaba es todo lo que vendría después.
Por la mañana temprano intercambié unas breves palabras con Marta, mi compañera. Nos habíamos conocido unos días antes. Ella sería la otra protagonista de esta aventura. Una enfermera con experiencia en cooperación internacional que me transmitía seguridad y calma. Yo estaba nerviosa. Caminé inquieta entre los puntos de control de pasaporte hasta que en mitad del camino, en un punto entre Polonia y Ucrania, los vi.
Eran tres hombres serios, con ojos fríos. Apenas nos cruzamos la mirada. Verles de pie me tranquilizó. Analicé rápidamente su estado general, era bueno; pensé que haríamos un viaje tranquilo.
Recuerdo que Marta me tocó el antebrazo y me propuso irnos y en ese momento, todos los nervios que tenía alojados en mi estómago brotaron en lágrimas. Tenía miedo. Emprendíamos un viaje de 3000 km en solitario. Justo en ese momento la vida de todos nosotros estaba a punto de cambiar.
Nos dividimos en dos coches. En el primero un herido joven, apenas unos años más joven que yo, una mujer ucraniana que nos acompañaba como traductora y yo, nerviosa, intentando conectar mi GPS.
En el segundo coche, Marta, con determinación, acompañada de los otros dos heridos: dos hombres, algo mayores que nosotras.
Durante el viaje, miraba a mi copiloto, descubrí entonces que hablaba algo de inglés. Su expresión era seria, me intimidaba. Yo solamente hablaba y hablaba sin saber muy bien qué decir.
En la primera parada les observé. Hablaban entre ellos y nos miraban. Supongo que no esperaban que tres mujeres jóvenes fueran las responsables de llevarles a un hospital en España. Estábamos rumbo a Cracovia para coger un avión.
Durante el vuelo me conmovió ser testigo del primer viaje en avión de uno de ellos. Las fotos a través de la ventanilla, el mar, la panorámica de Barcelona… no les entendía pero me imaginaba lo que decían.
Desde Barcelona hasta Navarra en coche nuevamente. Era de noche. Yo seguía hablando. Ahora que sabía que uno de ellos sabía inglés, quise explicarle toda mi vida en 5 horas. Podía haber estado en silencio, pero necesitaba verles sonreír. Creo que ese fue mi objetivo desde el primer momento.
En el hospital nos despedimos. Marta les dio un abrazo. En mi cabeza sonó a despedida pero yo solo dije un tímido “adiós”. Ya en mi casa mientras intentaba dormir me imaginaba a mí misma en un hospital de un país extranjero, sin conocer el idioma, cansada después de horas de viaje, sin saber qué iba a pasar. Aquella primera noche me dormí pensando en ello, pensando en las primera palabras que aprendí en ucraniano. Pocas horas después me presenté en su habitación. Necesitaba verlos, saber que estaban bien.
La vorágine de nuestro mundo, las agendas colapsadas, las responsabilidades, el propio egoísmo de querer vivir nuestras vidas, nos hace no querer involucrarnos en cosas que sabemos de antemano que nos harán sufrir. Porque eso he hecho durante 3 meses; sufrir, sufrir mucho. Empatizar hasta llorar, soportar su dolor, intentar curar sus almas, sorprenderles, en definitiva, acompañarles.
De eso trata esto de ser enfermera y yo no estaba acostumbrada. Yo soy enfermera de Urgencias. En mi Servicio los pacientes van y vienen. No te da tiempo a crear un vínculo afectivo con ellos. Les ayudas, les animas, les cuidas, les escuchas… pero es un momento, un trocito en tu línea temporal. Quizá las compañeras de unidades de hospitalización de larga estancia tengan un mayor manejo de estas situaciones. Las admiro, la verdad.
Las intervenciones fueron bien y en pocos días fuimos a casa. La solidaridad es tan inmensa que nos regaló una casa en un pueblo de Navarra cedida gratuitamente por una mujer con un corazón infinito. Ella, hija de la posguerra entendió la situación y solo pidió a cambio una cosa: “que me cuiden las plantas para que luzcan bonitas”.
Y así hemos pasado dos meses, regando las plantas, cocinando trigo sarraceno y borsch, conociendo mujeres ucranianas de infinita generosidad, valientes, fuertes y poderosas, leyendo, hablando y perdiendo a las damas, haciendo rehabilitación en agua de frío y calor, llorando y cantando, viajando y soñando, sufriendo dolor, caminando con muletas y después sin ellas, conociéndonos y sobre todo admirándonos.
Saber que este viaje acababa me tuvo nerviosa varios días. Aprovechamos los fuegos artificiales para decirnos adiós, para prometernos vernos nuevamente en un futuro que no sabemos si existirá y para regalarnos recuerdos. Y así, entre lágrimas emprendimos el viaje de vuelta. Fue una despedida breve y tímida. Un hasta luego.
Esta experiencia me ha enseñado que en estos momentos de caos el simple aleteo de una mariposa ha tenido consecuencias inimaginables para todos nosotros. Mi vida ha cambiado completamente y me aferro a pensar que la suya también.
Oihane Vieira Galán – Voluntaria Fundación Enfermería Navarra